lunes, 12 de febrero de 2018

Señorita hasta la muerte

Es evidente que cuando te comienzan a llamar señora es porque algo ha cambiado en ti. La edad, tu forma de actuar o incluso, tu forma de vestir son indicios que de manera totalmente subjetiva hacen que otros pronuncien esa palabra, señora. Sin embargo, hay una razón más. Y justamente esa es la que me saca de mis casillas.

Ser señora porque te has casado. Pasar de un señorita a un señora -obviamos el "señora de" porque me daría para otro libro- me parece una aberración que por mucho que me lo expliquen no entiendo ni seguramente lo quiera entender.

Ser señora porque he cumplido años ya me duele pero mucho más serlo porque me he casado. Por ahí, y lo siento mucho, no paso. Porque puedo ser una vieja a ojos de los demás -ahí no me meto- pero serlo porque he firmado un papel burocrático con un hombre, me niego. 

Y es que es curioso como las mujeres pasamos de ser señoritas a señoras por nuestro estado civil mientras que los hombres son señores desde que les sale bigotillo, prácticamente. Díganme ustedes dónde está el sentido porque yo no lo encuentro.

Por todo ello me reivindico señorita hasta la muerte. Porque a lo largo de este año y medio felizmente casada he tenido que oír muchos señoras: la mayoría con sorna o ironía. Tonos que no comparto en absoluto y tras los que en muchos casos veo un reducto de machismo contra el que luchar.

Pero soy señorita por muchas más razones. Porque no quiero que una deferencia sea utilizada en virtud de mi matrimonio o no. Porque si alguien me tiene que definir que sea por mis actos y actitudes, pero nunca por los de la persona con la que he decidido compartir mi vida. Porque pese a ese papel en el que dice que estoy casada quiero ser, ante todo, yo; una señorita de pies a cabeza que seguirá siendo independiente y única para bien o para mal. Pero una señorita.  

martes, 6 de febrero de 2018

Los dos apellidos


Me llamo Verónica (Vero, que es como me gusta que me llamen realmente) Cabezudo Rey. Así con los dos apellidos al mismo tiempo como si fueran inseparables, como si fueran cuerpo y alma, como si fueran, porque lo son, parte inseparable de aquellos que me crearon.

Si saco este tema a relucir es porque veo que cada vez es más agudizante en España aquella tradición que tienen los ingleses -y otros muchos europeos- de poner solo un apellido. Una tradición, con todos mis respetos a los ingleses, sin pies ni cabeza en los tiempos que corren donde la corresponsabilidad y coderechos de los padres deben ser para lo bueno y para lo malo. Lo que me preocupa aún más es que esa tendencia cada día es palpable en nuestro país.

Y es que ya puedes tener un apellido centenario con siglos de historia que si eres una mujer, olvídate de perpetuarlo porque la sociedad se encargara de echarlo para atrás en tarjetas de visita, redes sociales o incluso documentos donde con un apellido basta. ¡Ah, haber nacido hombre para tener ese privilegio!

Por supuesto, no es el mayor problema al que nos enfrentamos las mujeres pero si es evidente que vuelve a ser una nueva prueba de la desigualdad que existe.

Menos mal que hace unos años conseguimos promulgar una ley por la cual cualquier apellido podía valer como principal. Ahí dimos un paso de gigante en la igualdad. Es cierto que pocos son los que ejercen el derecho de cambiar el orden pero que la posibilidad esté ahí es ya un gran avance.

Puede parece un tema baladí pero no lo es. Más allá de la costumbre europea de tener un solo apellido, me parece más un gesto de descortesía ante nuestras madres. Porque casualmente es su apellido el que obviamos. El apellido de esa persona que nos tuvo dentro 9 meses ¿De verdad queremos perder eso? ¿De verdad queremos que solo nuestro padre -el cual también es vital- conserve su legado?