No puedo mentir. He tenido la gran suerte de viajar, de ver mundo, de explorar, incluso cuando todavía ni sabía apreciar las virtudes de ir más allá de mi zona de confort. Una fortuna que cada vez valoro más y necesito más.
Si viajar es caro, también cansado y a menudo te obliga a prescindir o sustituir muchas cosas. Pero ver otras historias, otras vidas, otra forma de pensar me ayuda a valorar mucho más si cabe lo que tengo, lo que me gusta mi gente, mi país o mi cultura y lo que aborrezco de ella. Porque abrir los ojos hacia nuevos mundos también significa criticar lo tuyo con más ahínco.
Y es que con cada viaje me traigo nuevas experiencias, reflexiones o ideas en esa cabeza pensante que solo es una más entre millones. Cada viaje me enseña que puedo vivir con mucho menos, que la desconexión es tan vital como la conexión, y que todavía hay esperanza para la humanidad porque las formas de vivir son muchas y variadas.
Quizás lo que cuento son desvarios, ideas de mañana de sábado madrugadora sin razón, pero que para mi tienen tanto sentido que llevo días revoloteando sin encontrarme en mi vida cotidiana después de un viaje con mayúsculas. Un viaje de estos que te hacen replantearte tu forma de pensar y actuar y te invitan a ser mejor persona, a disfrutar más de los pequeños detalles y a intentar frenar ese trepidante día a día donde parar parece que no está permitido. Un viaje que me ha vuelto a demostrar que menos es más, que no me hace falta ni un palacio para vivir ni un smartphone para disfrutar. Solo un par de ojos para ver, oído y tacto para sentir y alguien al lado para disfrutar.