viernes, 26 de agosto de 2016

Dos calles Madrid y un Madrid de verdad


Es curioso ver como ciertas palabras significan en tu vida más de lo que a priori pensabas. Una de ellas es Madrid; aquella calle o más bien, plazoleta llena de coches en Basauri donde aprendí a patinar y patiné durante horas y días infinitos, en la que dibujaba casas imaginarias en el asfalto con tiza previamente pedida a una tienda de molduras de yeso de la misma calle y un lugar en el que siempre era buen momento para jugar. Después esa misma plazoleta pasó a ser un parque de verdad; una zona peatonal con columpios que para mi perdió todo el encanto pero siguió siendo mi calle Madrid, aquella que marcó mi infancia.

Lo que sabía era que años después Madrid sería mucho más que una plazoleta. Sería una ciudad que me acogió con los brazos abiertos, pese a mi rechazo inicial. La capital en la que conocí gente fabulusoa y en la que viví 8 años claves de mi vida personal y profesional. Todavía es una ciudad que miró con añoranza y cariño desde los 15 kilómetros que me separan pero a la que acudo a diario para seguir amándola en muchos momentos y odiándola en unos pocos.

Pero ahí se quedarían las coincidencias si no fuera porque Madrid no solo es un lugar significativo para mi sino también para el ripense que es mi compañero de aventuras, amigos, amante, confidente y futuro marido. En su querido Rivas Vaciamadrid, él también jugó, creció y, en definitiva, vivió en otra calle Madrid que compartía similitudes, al menos, en el uso que le dabamos al espacio.

Quien diría que 25 años y pico después esos dos niños que jugaban a más de 400 kilómetros se iban a juntar. Benditas casualidades. Benditas palabras y por supuesto, bendito Madrid.