sábado, 24 de junio de 2017

La magia de las hogueras


Hoy es la noche de San Juan. Un santo que sinceramente me causa indiferencia -con todos mis respetos, eso sí- pero si es una festividad en la que me entra cierta morriña y nostalgia por lo que suponía todos los años en mi infancia y adolescencia.

Para mi San Juan siempre ha sido sinónimo de chocolate, de fiestas del barrio, de danzas vascas, de akelarre y de una hoguera en la que se echa todo lo malo del curso. Un momento especial, de esos que nunca olvidas y siempre consideras mejores que los del presente.

Y es que el fuego es un elemento que siempre me ha parecido muy especial. Pese a su capacidad abrasiva y destructora, siempre me ha dado paz mirarlo. No solo en aquellas noches de verano -y muchas de txirimiri- donde todos los vecinos esperábamos que se cumpliera el ritual sino también en acampadas o barbacoas en las que era la única forma de entrar en calor.


El fuego me calma, me hace sentir bien, me demuestra que todo lo malo se puede acabar. El fuego convierte todo lo que encuentra a su paso en algo tan insignificante que desaparece, pasa al olvido y se convierte en una materia que nunca más volverá a tener vida o volverá a tenerla de una forma diferente adaptándose a lo vivido y siendo aún más "amiga" del fuego.

Por eso, las hogueras, al igual que me pasa con el agua en movimiento, me embelesan. Son capaces de trasladarme a esos recuerdos de la infancia que me ayudan a seguir adelante sabiendo que todo puede desaparecer y seguramente lo hará para volver de una forma diferente.

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