Con la despedida de 2017 llega la hora de mi tradicional evaluación del año. Un momento de sosiego entre tanto turrón y villancico para ver cómo ha sido este 2017 lleno de saltos.
Saltos de alegría por noticias importantes en forma de nuevas vidas, nuevos proyectos y nuevas oportunidades de aquellos que están más cerca pero también, los que no lo están tanto. Saltos de tranquilidad porque el mundo se ha puesto en su sitio para personas importantes y veo felicidad allí donde antes veía hartazgo y desilusión. Saltos de bienestar porque sé que muchos siguen estando ahí por muchos años que pasen. Saltos viajeros para llegar a otros lugares, países y continentes donde ver con otros ojos la vida.
No todos los saltos han sido positivos. 2017 también nos deja saltos de rabia porque no todo es perfecto y el puto cáncer prosigue como una lacra en las vidas de los más luchadores. Saltos con gritos desgarradores porque, por desgracia, el sufrimiento y las injusticias, grandes y pequeñas, siguen a diario tocándonos a todos.
Pero quizás el salto más importante que he dado en este 2017 ha sido al vacío. Un lugar donde he visto a algunos miedos de frente en el fondo -uno de tantos que habrá-. Una zona que simplemente me ha servido para tomar impulso y encontrar a muchos que me han hecho más fuerte. Pero, sobre todo, desde el que me enorgullezco haber aprendido a quererme más.
El trayecto lleno de saltos no ha hecho más que empezar. 2018 servirá para continuar practicando esos saltos. Unos pasos al aire que no quiero dejar de dar porque son la única manera de conseguir alcanzar esos objetivos que aún persisten en mi cabeza. ¡Entre salto y salto, nos vemos!.